LOS OLVIDADOS: MODELOS DE VIOLENCIA Y
MARGINALIDAD EN EL CINE LATINOAMERICANO.
Fernando
Roncero Moreno. Universidad de Castilla-La Mancha.
INTRODUCCIÓN.
«El cine es, en mayor medida que las otras artes, un documento histórico
de nuestro tiempo. El que llaman séptimo arte es capaz como ningún otro de
captar la esencia de las cosas, de captar la atmósfera y las corrientes de su
tiempo, y de expresar sus esperanzas, sus angustias y sus deseos en un lenguaje
universalmente comprensible»[1]. Así
se refiere Wim Wenders a las propiedades intrínsecas de la imagen
cinematográfica para elevar a la categoría de universal lo que el objetivo de
la cámara, al igual que el ojo humano, capta como hecho particular y aislado.
El cine, entendido como manifestación artística, proyecta más allá de sus
propios límites lo que sobre el terreno no llega a simples rasguños
superficiales. Al mismo tiempo, como «documento histórico», y liberado de las
trabas impuestas por la mera diferenciación entre objetividad y subjetividad,
se yergue como espejo en el que mirarse, como fiero aumento de los defectos
encontrados en los distintos agentes sociales.
Por otra parte, en los últimos
años está cobrando cada vez más importancia la utilización del cine y otros
medios audiovisuales en todos los ámbitos de estudio relacionados con las
ciencias sociales. El cine, como elemento artístico testimonial de la realidad
circundante, se convierte en un fiel reflejo de la sociedad en la que nace y en
una imagen de identidad de los individuos a los que representa. En este
contexto, tras el impacto del film de Luis Buñuel Los olvidados (1950),
sobre la juventud de los extrarradios mexicanos, son muchas las producciones
latinoamericanas destinadas a ésta y otras temáticas semejantes en el tiempo
más reciente.
Películas que trasladan sus cámaras a las zonas reales donde surge el
conflicto y que emergen, más allá de sus características artísticas o
comerciales, como testimonios y ensayos antropológicos en los que realidad y
ficción caminan de la mano, se mezclan y confunden.
LOS OLVIDADOS.
Una frase nos pone sobre aviso ante lo que vamos a ver: «Esta película
está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son
auténticos». Tras este texto introductorio, una voz en off nos acompaña mientras
observamos la bahía neoyorquina, un barrido vertical de la majestuosa Torre
Eiffel, y una preciosa vista del Támesis londinense:
«Las
grandes ciudades modernas, Nueva York, París, Londres, esconden tras sus
magníficos edificios hogares de miseria que albergan niños malnutridos, sin
higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes».
A continuación, las vistas aéreas de México se muestran como símbolos
inconfundibles de modernidad y grandeza, representativos de la sociedad del
bienestar del primer mundo:
«La sociedad trata de corregir este mal, pero el éxito de sus
esfuerzos es muy limitado. Solo en un futuro próximo podrán ser reivindicados
los derechos del niño y del adolescente para que sean útiles a la sociedad.
México, la gran ciudad moderna, no es excepción a esta regla
universal, por eso esta película basada en hechos de la vida real no es
optimista, y deja la solución del problema a las fuerzas progresivas de la
sociedad».
Tras
la inicial declaración de intenciones, la cámara gira bruscamente hacia el
suburbio donde los niños y jóvenes juegan entre ruinas y escombros. Jaibo,
Pedro, el ojitos,..., son modelos arquetípicos del niño encaminado
irremediablemente hacia la violencia. Cada uno poseedor de unas circunstancias
y un pasado característico, reproducidos incansablemente en el extrarradio de
las grandes ciudades.
Entre los actores que encarnan a los jóvenes protagonistas, Buñuel
mezcló, al igual que en todos los aspectos pertenecientes a la concepción
global del film, ficción y realidad, actores desconocidos con niños de la calle
que se interpretaban, sin saberlo, a sí mismos, sin distinguir lo que formaba
parte de la película y lo que era simple y llanamente real. La labor de
documentación, como ocurrirá con todas las producciones nombradas en este
texto, se realizó siguiendo pautas cercanas al mero trabajo antropológico,
observando los escenarios naturales y conviviendo con sus potenciales
protagonistas: «Iba a los barrios bajos de la Ciudad de México, acompañado
primero por Alcoriza y luego por Edward Fitzgerald, el director artístico.
Estuve cerca de seis meses conociendo esos barrios. Salía muy temprano en
autobús y caminaba al azar por las callejas, haciendo amistad con la gente,
observando tipos, visitando casas. Recuerdo que a veces iba a hablar con una
chica que tenía parálisis infantil Caminaba por Nonoalco, la plaza de Romita,
una ciudad perdida en Tacubaya. Esos lugares luego salieron en la película y
algunos ni siquiera existen ya»[2].
Entre grandes edificios y arrabales, coches de lujo y carretas, la
delincuencia y la miseria se apodera de unos personajes, no sólo jóvenes, que
han sido olvidados por la otra cara de la sociedad, la opulenta, por el lejano
primer mundo, por las autoridades gubernamentales e, incluso, hasta la llegada
de la mirada buñuelesca, por el cine.
La
película, retrato cruel y desgarrador de la sociedad mexicana, supuso un
durísimo golpe en la conciencia de los privilegiados, aquellos que precisamente
olvidaban la otra cara de la moneda. La versión de Buñuel era ofensiva y
contraria a la proyección de México sobre el resto del mundo y sobre sus
propios ciudadanos. Pese a lo que podríamos denominar como una «falsa
objetividad» o, simplemente, una «manipulación subjetiva» respecto a las
imágenes contenidas en el film, el ensañamiento y la crueldad del cineasta no
son sino síntomas de una identificación completa y una esperanza hacia
soluciones factibles. Como señala Xavier Bermúdez, «es en la precisión
matemática con la que el film va cortando salidas esperanzadoras a sus
personajes, en el modo minucioso con el que se constata el horror que rige unas
vidas cotidianas, en la veracidad descriptiva con la que se nos muestra unas
conductas y unos valores criminales, es precisamente ahí donde late la ternura
auténtica de Buñuel por los desheredados»[3].
Más allá del neorrealismo italiano y el resto de corrientes
cinematográficas que caminan en línea recta por la senda de la realidad, la
película es el equivalente al espejo y sueño al que hace mención el
estudio de Bermúdez. Por un lado, el reflejo de los hechos, por el otro, la
imaginación, identificada como una vía de escape para la propia historia, para
sus personajes y para sus espectadores, una posible solución a un problema
acuciante.
PROYECCIÓN DE LOS OLVIDADOS EN EL CINE LATINOAMERICANO ACTUAL[4].
Han pasado más de cincuenta años desde el estreno de Los olvidados
(1950). Sin embargo, los «olvidados» del cineasta aragonés, desheredados,
marginados, mendigos, vagabundos, etc., siguen apareciendo en la gran pantalla
y habitando en las calles de las ciudades latinoamericanas. La predicción de
una solución por parte de las fuerzas progresivas de la sociedad, que había de
llegar en un futuro próximo, ha caído en saco roto a la vista de los
acontecimientos. La globalización no ha conseguido sino aumentar las
diferencias hasta llevarlas a un punto límite.
El
cine latinoamericano se ha convertido en los últimos tiempos en el reflejo
realista de su sociedad, normalmente cargada de tintes políticos, marginalidad,
violencia y desarraigo. En este contexto, los cineastas vuelven a enfrentarse a
los mismos problemas que Buñuel creía cercanos a la desaparición.
Pixote (1981), del argentino
Héctor Babenco, sobre
la novela Infancia Dos Martos de José Louzeiro, se erige como el puente
necesario entre Los olvidados y las producciones surgidas a partir de
finales de los ochenta y principios de los noventa. El escenario de Pixote
son las calles de São Paulo, y sus protagonistas, los menores de edad que
sobreviven entre prostitutas, traficantes, tahúres y criminales que aprovechan
la imposibilidad de los niños de ser encarcelados para utilizarlos en beneficio
de sus propios delitos. Pixote carece de nombre, es simplemente un apodo
equivalente al chavo o al chamaco. Héctor Babenco, heredero del cinema
nôvo que se había instaurado en Brasil en los años sesenta[5],
ya había llamado la atención de los espectadores sobre la vida en los suburbios
marginales de São Paulo en su primer largometraje O Rei da Noite (1975),
pero es Pixote la que pasea por el mundo las miserias de la delincuencia
juvenil en las barriadas cariocas. En este film ya se encuentran prácticamente
todas las constantes que se repetirán con posterioridad. Concebido
primitivamente como un documental, las trabas burocráticas obligaron a Babenco
a encaminar su historia por el margen de la ficción, ganando con ello en
credibilidad e impacto visual. Los niños protagonistas son verdaderos niños de
la calle seleccionados por su director, y sus historias tristemente paralelas a
las de sus personajes[6].
Los «olvidados», lejos de desaparecer, se multiplican en una
espiral que parece no tener fin. Están presentes en Amores perros
(2000), de Alejandro González Iñárritu, buscando una vía de escape a la
violencia del extrarradio de Ciudad de México, o reflejados en los ojos de los
tres protagonistas de Y tu mamá también (2001), dirigida por
Alfonso Cuarón, en su recorrido por carretera a través de un país de
contrastes. Es el país en el que conviven riqueza y miseria, donde la tradición
y la modernidad convergen dejando a su paso una larga serie de víctimas
observadas por espectadores pasivos. Los gallos de pelea buñuelescos han dado
paso a los enfrentamientos de perros adiestrados para matar a su adversario,
los caminos entrecruzados de los personajes antagónicos de Amores perros.
El propio director expone sus sensaciones: «La ciudad de México es un
experimento antropológico, yo me siento parte de ese experimento [...] Soy sólo
uno de los veintiún millones que vivimos en la ciudad mas grande y poblada del
mundo. Ningún hombre en el pasado vivió (más bien sobrevivió) antes a una
ciudad con semejantes niveles de contaminación, violencia y corrupción y, sin
embargo, increíble y paradójicamente es hermosa y fascinante y eso es
precisamente lo que para mí es ‘Amores perros’, un fruto de esa contradicción,
un pequeño reflejo del barroco y complejo mosaico de la ciudad de México»[7].
Pero no solo en México encontramos a los sucesores de los «olvidados»,
también se encuentran en Argentina, reflejados en los jóvenes delincuentes de Pizza,
birra, faso (1997), dirigida por
Adrián Caetano y Bruno Stagnaro. Actores no profesionales encarnan a
cinco jóvenes marginales: el Cordobés, Pablo, Sandra, Frula y Megabom. En este
caso, la acción nos traslada hasta las calles de Buenos Aires, no al
extrarradio, sino a un centro urbano que ofrece una imagen muy lejana a la
modernidad y la integración. La ciudad se convierte en un gigantesco suburbio
en el que los delincuentes sobreviven cada día sin pensar en el mañana, donde
el futuro se oculta tras coches destrozados y edificios semiderruidos. El ritmo
visual y el lenguaje de los protagonistas convergen y se integran dentro de la
dinámica del film, la cámara abandona su característica neutralidad para
convertirse en un personaje más de la acción, un testigo participativo.
El derrumbe moral y socio-económico de la sociedad argentina que alberga
en su seno un semillero de violencia y marginalidad, se mueve a su antojo entre
las imágenes y argumentos del denominado nuevo cine argentino, flotando en la
superficie de las historias narradas por todos aquellos directores que deciden
mirar de frente las miserias de la cotidianeidad. Éste es el caso de, entre
otras, las películas de Pablo Trapero. Mundo grúa (1999) o El
bonaerense (2002) son ejercicios de una naturalidad cruel y cercana al
desamparo, de personajes perdidos y avocados a un destino fatal. Del corrosivo
blanco y negro de aspecto documental de la primera al cálido y colorido fondo
sobre el que emergen los personajes de la segunda, la convivencia con seres
marginales va más allá del testimonio o la simple denuncia. La cámara se
esfuerza por adentrarse en el alma de la sociedad argentina, por llegar a la
identificación del espectador como un personaje más de la historia.
Del corto camino que lleva desde la miseria a la delincuencia juvenil,
resalta la senda ya andada en Río de Janeiro, en la favela de Ciudad de
Dios (Cidade de Deus) (2002), película basada en la novela de
Paulo Lins sobre hechos reales y dirigida por Fernando Meirelles y Katia Lund.
Un recorrido por la historia de este suburbio brasileño desde finales de los
años sesenta a través de las vidas de sus habitantes y su implicación cada vez
mayor en el mundo del crímen, el tráfico de drogas, las bandas callejeras y la
violencia sin contención. Aquella llamada a la esperanza que abría la historia
de Los olvidados, confiando un futuro mejor al progreso, se estrella
fanáticamente contra el desalentador mensaje que deviene del destino de los
jóvenes cariocas. Tan sólo el personaje de Buscapé encuentra, pese a las
dificultades, una salida, aunque insegura, a la fatalidad. Pero son muchos los
que quedan por el camino, y vertiginosa la escala de violencia en progresivo
aumento a lo largo de los años. Un testigo objetivo no habría sobrevivido en
las calles de Ciudad de Dios, no sería posible un estudio antropológico de
hecho sobre sus habitantes. La solución cinematográfica se encuentra en centrar
el discurso narrativo en torno a la figura de Buscapé y su visión, entre pasiva
y partícipe, de todo lo que le rodea.
Recogiendo la herencia de Soy un delincuente (1976), dirigida por Clemente de la Cerda, y en
especial de Sicario (1994), de José Ramón Novoa,
auténtico ejercicio de violencia juvenil al más puro estilo actualizado de Los
olvidados, Huelepega: ley de la calle (1999), de Elia Schneider,
venía salpicada por la polémica ya desde antes de su estreno. Desde el
Instituto Nacional del Menor se dio la orden de suspender el rodaje haciendo un
llamamiento a la propiedad intelectual de los menores protagonistas del film,
propios niños de la calle que reinterpretan un papel aprendido de memoria desde
su nacimiento. Venezuela, y el resto del mundo, se tapa los ojos ante el
sentimiento de vergüenza y culpabilidad que salpica al espectador que, atónito,
se enfrenta a la crudeza vital de la infancia perdida entre violencia y
adicción por las calles de Caracas. Como reza el propio cartel anunciante del
film: «¡La verdad que no se puede ocultar! ¡Una alarmante realidad... Una
poderosa denuncia en una impactante película!».
Es difícil realizar una escala clasificadora sobre violencia y
marginalidad, pero quizá la cota más alta se alcanzaría a la hora de dirigir la
mirada hacia las calles de Medellín, ciudad conocida como metrallo,
donde los niños colombianos, actores para la ocasión en La vendedora de
rosas (1998) de Víctor Gaviria, sobreviven mediante la venta ambulante
y el robo, en un mundo feroz donde cada día pueden ser asesinados y cuya única
vía de escape está en las drogas y en la esperanza de encontrar un mundo mejor,
al igual que les sucede a los asesinos a sueldo de La virgen de los
sicarios (2000), dirigida por Barbet Schroeder basándose en la novela
autobiográfica de Fernando Vallejo.
El caso sangrante de La vendedora de rosas vuelve a recuperar la
triste historia, como en otras muchas ocasiones, del protagonista de Pixote,
Fernando Ramos da Silva. La figura principal del film colombiano, Leydy
Tabares, correría posteriormente una suerte paralela a la de su personaje,
demostrando de nuevo la vinculación entre ficción y realidad que impregna las
producciones latinoamericanas referentes a esta temática.
CONCLUSIÓN.
André Bazin identificó a Luis Buñuel (entre otros como Dreyer, von
Stroheim o Sturges) como uno de los directores significativos del denominado cine
de la crueldad, el que sale directamente de las entrañas y recoge los
peores sentimientos del ser humano. A este tipo de cine también pertenecen el
resto de directores nombrados en estas páginas, al menos en las producciones
encaminadas hacia la contribución en la denuncia y la visión pesimista que
recogen sus imágenes.
Las
historias suprarrealistas que exponen estas películas, a menudo cruzando la
línea de la ficción en sus concepciones y en las andanzas vitales de sus
protagonistas más allá del campo de acción de la cámara, así como los métodos
de trabajo de directores y guionistas, desembocando todo el conjunto en una
atormentada muestra de realidad, convierten este conjunto de instrumentos
en un tipo necesario de arqueología del presente, una forma de antropología
sincera y sin reparos, golpeando directamente en la conciencia de una sociedad
del bienestar que desvía la mirada hacia otra dirección menos dolorosa y
molesta.
El
cine, fábrica de sueños por excelencia, produce en este caso pesadillas de las
que es imposible despertar sin un regusto amargo en la boca. Siguiendo la
identificación de Walter Benjamín de todo documento sobre la civilización como
documento de la barbarie, el muestrario de películas ofrecidas en este trabajo
emerge como testimonio cruel, ético y estético de una realidad anclada en el
imaginario colectivo. Desde Los olvidados, «el primer gran ejemplo de
esa visión cinematográfica de la realidad integral, articulada por Buñuel en
sus declaraciones teóricas: una visión [...] donde la vida y la realidad están
arraigadas, además de en sus condicionamientos materiales y socio-políticos, en
símbolos y arquetipos de la psicología de la profundidad y de la dimensión
sagrada de la existencia»[8], a
las películas de más reciente estreno, el camino emprendido por el cine conduce
a un conocimiento auténtico y fuertemente impactante sobre las miserias y
condiciones de las personas/personajes poseedores involuntarios de una
marginalidad estremecedora.
[1] En WENDERS, Wim. La
memoria de las imágenes. Textos de la emoción, la lógica y la verdad..Valencia.
Ediciones de la Mirada, 2000. p. 157
[2] PEREZ TURRENT, Tomás y DE
LA COLINA, José. Buñuel por Buñuel. Madrid. Plot, 1993. p. 49
[3]
BERMÚDEZ, Xavier. Buñuel: espejo y sueño. Valencia. Ediciones de la
Mirada; Madrid. Tarvos, 2000. p. 111
[4] Las
películas comentadas en este apartado han sido elegidas atendiendo
principalmente a dos criterios: el primero, referente a su adecuación al tema
expuesto y su continuidad respecto al film de Buñuel; y el segundo, teniendo en
cuenta su proyección internacional y su repercusión social. Por lo tanto, no se
trata de una relación exhaustiva de películas dentro de las distintas
filmografías latinoamericanas.
[5] Tanto
el cinema nôvo brasileño como el cine cubano posterior a la revolución,
se sirven de las influencias europeas que llegan a Latinoamérica en esta época.
Desde el más antiguo neorrealismo italiano hasta el free cinema practicado en
las islas británicas desde finales de los cincuenta. Esta corriente realista
que viaja y cambia de nombre a lo largo de países y décadas, se puede
identificar como el más claro precedente de los films tratados en este trabajo.
[6]
Fernando Ramos da Silva, el niño que daba vida a Pixote y que había pasado de
la pobreza a decenas de ofertas de trabajo tras el estreno del film, volvió a
la delincuencia para acabar perdiendo la vida tras ser disparado por la policía. La historia de
Ramos da Silva sería posteriormente llevada también a la gran pantalla por José
Joffily.
[8] FUENTES, Víctor. Buñuel
en México. Instituto de Estudios Turolenses. Teruel, 1993. p. 104
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